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"El tren" de Raymond Carver





A John Cheever

La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss Dent.
La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—•. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.
—Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabóse!
El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a usted.
—¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!
El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.
El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.





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"Mecánica popular" de Raymond Carver



Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.

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"El elefante" de Raymond Carver



Sabía que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de más deudores … ? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa. ¿Oué otra opción me quedaba? No había estado nunca en su casa (vivía en California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. Dijo que me devolvería el dinero. En febrero, dijo. Incluso antes. En marzo, a más tardar. Dijo que estaban a punto de devolverle cierta suma que Hacienda le había cobrado de más. Además —dijo—, había hecho una pequeña inversión que daría sus frutos en febrero. Se mostró reservado al respecto, y no quise presionarlo para que fuera más explícito.
—Confía en mí —dijo—. No te fallaré.
Se había quedado sin trabajo en julio del año anterior, cuando la empresa donde trabajaba —una fábrica de aislamientos de fibra de vidrio— decidió despedir a doscientos empleados. Había cobrado el paro durante un tiempo, pero ahora hasta el subsidio se le había acabado, al igual que sus ahorros. Se había quedado incluso sin seguro médico. Al perder el trabajo, perdió el seguro. Su mujer, diez años mayor que él, era diabética y necesitaba tratamiento médico. Habían tenido que vender el segundo coche —una vieja ranchera—, y hacía una semana que habían empeñado el televisor. Me dijo que tenía la espalda hecha polvo de cargar con el televisor de puerta en puerta. Se había recorrido todas las casas de empeños —dijo—, en busca de la oferta más alta, hasta que alguien le dio cien dólares por su Sony de pantalla grande. Me habló del televisor y de lo mal que tenía la espalda, como si de ese modo se asegurara mi implicación en sus problemas (a menos que yo, su hermano, tuviera un corazón de piedra).
—Estoy hasta el cuello —dijo—. Pero tú puedes ayudarme a salir de esto.
—¿Cuánto? —dije.
—Quinientos dólares. Me harían falta más, por supuesto, ¿a quién no? —dijo—. Pero quiero ser realista. Puedo devolver quinientos. Más, si quieres que sea sincero, no sé si podría. No sabes lo que odio tener que pedirte esto, hermanito. Pero eres mi último recurso. Irma Jean y yo nos quedaremos en la calle si nadie nos ayuda. No te fallaré.
Eso fue lo que dijo. Palabra por palabra.
Seguimos hablando unos minutos más —sobre todo de nuestra madre y sus problemas—, pero no quiero extenderme. El caso es que le mandé el dinero. Tuve que hacerlo. Me pareció que debía hacerlo, más bien (lo cual viene a ser lo mismo). Cuando le envié el cheque le escribí diciéndole que el dinero se lo devolviera a nuestra madre, que vivía en la misma ciudad y siempre estaba ávida de dinero y sin blanca. Yo llevaba ya tres años mandándole una mensualidad, hiciera sol o tronara. Y pensé que si mi hermano le pagaba el dinero que me debía yo podría desentenderme un tiempo, darme un pequeño respiro. No tendría que preocuparme del asunto en un par de meses. Y, para ser franco, también pensé que quizá había más probabilidades de que le pagase a ella, ya que vivían en la misma ciudad y se veían de cuando en cuando. Lo que quería era cubrirme un poco las espaldas. Porque, por mucho que mi hermano tuviera las mejores intenciones del mundo, a veces suceden cosas. La realidad a veces sale al paso de las buenas intenciones. Ojos que no ven, corazón que no siente, como vulgarmente se dice. Pero no sería capaz de dejar en la estacada a su propia madre. Eso no lo haría nadie.
Me pasé horas y horas escribiendo cartas para dejar bien claro el asunto. Lo que cada cual debía hacer. Telefoneé incluso varias veces a mi madre para explicárselo. Pero ella se mostró recelosa al respecto. Le expliqué que el dinero que tenía que enviarle a primeros de marzo y a primeros de abril se lo daría Billy, que me lo debía. Recibiría el dinero, no tenía que preocuparse. Esos dos meses recibiría el dinero de Billy y no de mí, eso era todo. Billy, en lugar de enviarme el dinero a mi para que yo se lo enviara a ella, le entregaría el dinero directamente. En cualquier caso, no debía preocuparse. Tendría su dinero, pero esos dos meses lo recibiría de él, porque me lo debía. Dios mío, no sé cuánto me gasté en conferencias. No sé las cartas que escribí (si me dieran medio dólar por cada una me haría rico), explicándole a él lo que le había dicho a ella y a ella lo que debía hacer él…
Pero mi madre no se fiaba de Billy.
—¿Y si no puede hacer frente a esos pagos? —me decía por teléfono—. ¿Entonces qué? Lo está pasando mal, y lo siento por él —decía—, pero, hijo mío, lo que yo quiero saber es qué va a pasar si no puede pagarme. ¿Eh? ¿Entonces qué?
—Entonces te lo daré de mi bolsillo —dije—. Como siempre. Si él no te lo da, te lo daré yo. Pero te lo dará. No te preocupes. Dice que va a hacerlo, y lo hará.
—No quiero preocuparme dijo ella—. Pero me preocupo. Me preocupo por mis chicos, y luego por mí misma. Nunca imaginé que vería en tal situación a uno de mis hijos. Me alegro de que tu padre no viva para verlo.
En tres meses mi hermano le dio a mi madre sólo una pequeña parte de lo que se había comprometido a darle. Cincuenta dólares. O setenta y cinco, porque hay diferentes versiones. Dos versiones contrapuestas: la de él y la de ella. Pero eso es todo lo que pagó de los quinientos dólares: cincuenta o setenta y cinco, según a cuál de los dos quiera creerse. Tuve que poner lo que faltaba. Tuve que seguir rascándome el bolsillo, como de costumbre. Mi hermano estaba acabado. Eso es lo que me dijo —que estaba acabado— cuando le llamé para preguntarle qué pasaba, porque mamá me había llamado para saber qué había sido de su dinero.
Me había dicho:
—Hice que el cartero volviera a la furgoneta y mirara bien, por si tu carta se había caído detrás del asiento. Luego fui preguntando a los vecinos si les habían dejado por error alguna carta mía. Me está volviendo loca este asunto, cariño. —Luego añadió—: ¿Qué quieres que piense una madre en mi situación? —Y siguió preguntándose quién cuidaba de sus intereses en todo aquel asunto. Eso es lo que quería ella saber. Eso y cuándo recibiría su dinero.
Así que cogí el teléfono y llamé a mi hermano para saber si se trataba de una simple demora o una quiebra en toda regla. Billy, según él, estaba acabado. No tenía salvación. Iba a poner su casa en venta de inmediato. Y confiaba en no tener que precipitarse demasiado y acabar dándola a bajo precio. Ya no le quedaba en ella nada que vender. Lo había vendido todo menos la mesa y las sillas de la cocina.
—Ojalá pudiera vender mi sangre —dijo—. Pero ¿quién iba a comprármela? Con la suerte que tengo, seguro que me descubren una enfermedad incurable.
Naturalmente, su pequeña inversión no había dado ningún fruto. Cuando le pregunté por ella se limitó a responder que no se había materializado. Tampoco la devolución de Hacienda se había hecho realidad: la suma que debían devolverle había sido objeto de una especie de embargo.
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo—. Lo siento, hermanito. Nada de esto habría pasado si hubiera estado en mi mano.
—Lo comprendo —dije yo.
Y era cierto. Pero no hacía más fáciles las cosas. Bien, el caso es que no me pagó lo que me debía. Ni a mí ni a mi madre, a quien hube de seguir mandándole su cheque todos los meses.
Sí, me sentía dolido. ¿Y quién no? Lamentaba la situación de mi hermano de todo corazón. Ojalá la desgracia no hubiera llamado a su puerta. Pero ahora mi situación tampoco era muy halagüeña. En adelante, al menos, ya no volvería a acudir a mí sucediera lo que le sucediera. Nadie con esa deuda pendiente se atrevería a pedir más dinero. Eso es lo que me decía a mí mismo, pero cuán equivocado estaba.
Me dediqué con ahínco a mis ocupaciones. Me levantaba muy temprano e iba al trabajo y no paraba en toda la jornada. Cuando volvía a casa me dejaba caer en el sillón y ya no me movía. Estaba tan cansado que tardaba un rato en empezar a soltarme los cordones de los zapatos. Y seguía allí, hundido en el sillón. Sin fuerzas siquiera para levantarme a encender el televisor.
Lamentaba de veras los problemas de mi hermano. Pero yo también tenía problemas. Además de mi madre, tenía a otras personas en nómina. Mandaba dinero a mi ex mujer todos los meses. Tenía que hacerlo. Yo no quería, pero los jueces así lo dispusieron. Luego estaban mi hija y sus dos niños. Vivían en Bellingham, y todos los meses les mandaba algún dinero. Las criaturas tenían que comer, ¿no? Mi hija vivía con un indeseable que ni se molestaba en buscar trabajo, un tipo incapaz de conservar un empleo aunque se lo sirvieran en bandeja. Las escasas veces en que encontró algo (una o dos), se quedaba dormido por las mañanas, o se le averiaba el coche camino del trabajo, o le ponían de patitas en la calle, así, sin más explicaciones.
Una vez, muchos años atrás, cuando yo aún me tomaba estas cosas en serio, amenacé de muerte a ese parásito. Pero no viene al caso. Además, yo entonces bebía. Bueno, la cuestión es que el muy hijoputa sigue con mi hija.
Mi hija me escribía contándome que sólo se alimentaban de copos de avena. Ella y los niños. (Imagino que el tipo pasaba tanta hambre como ellos, pero ella se guardaba bien de mencionar su nombre en las cartas.) Me decía que, si podía ayudarla hasta el verano, las cosas acabarían arreglándosela. Su situación iba a cambiar —estaba segura— cuando llegara el verano. Aun en caso de que nada saliera como esperaba —y no iba a ser así, porque tenía varias cosas en mente—, siempre podía conseguir trabajo en la fábrica de conservas de pescado. No estaba lejos de casa, y tendría que enlatar salmón vestida con mono y guantes y botas de goma. O podía vender refrescos, en un puesto al lado de la carretera, a la gente que hacía cola en coche para entrar en Canadá. Allí, metida en el coche ante la frontera en pleno verano, la gente tiene que estar sedienta, ¿no? Le quitarían de las manos cualquier bebida fría. El caso es que, se decidiera por lo uno o lo otro, las cosas le irían bien cuando llegara el verano. Pero tendría que ir tirando hasta entonces, y ahí es donde entraba yo.
Sabía —me decía— que tenía que cambiar de vida. Quería valerse por sí misma, como todo el mundo. Quería dejar de considerarse una víctima. «No soy una víctima —me dijo una noche por teléfono—. Soy una mujer joven con dos hijos y un vago, un hijo de perra que vive conmigo. Como infinidad de mujeres. No me asusta el trabajo duro. Sólo necesito una oportunidad. Es todo lo que le pido al mundo.»
Ella podía soportar las privaciones. Pero hasta que la suerte cambiase, hasta que la oportunidad llamase a su puerta, eran los niños quienes le preocupaban. Los niños siempre estaban preguntando cuándo iría a visitarlos el abuelito. En ese mismo momento estaban dibujando los columpios y la piscina del motel donde me había alojado en mi visita del afío anterior. Pero el verano —siguió—, el verano era la fecha del cambio. Si podía aguantar hasta el verano, se acabarían los problemas. Las cosas cambiarían, estaba segura. Con un poco de ayuda mía podía conseguirlo.
«No sé qué haría sin ti, papá.»
Esas eran sus palabras. Casi se me partió el corazón. Por supuesto que tenía que ayudarla. Era una suerte que mi situación, por precaria que fuera, me permitiera echarle una mano. ¿No tenía yo un trabajo? Comparado con ella, con el resto de mi familia, yo tenía la vida solucionada. Comparado con ellos, vivía en Jauja.
Le mandé el dinero que me pedía. Le mandaba dinero siempre que me lo pedía. Y un día le dije que me sería más fácil mandarle un dinero, no mucho, pero dinero al fin y al cabo, a primeros de cada mes.
Sería algo con lo que podría contar, y sería su dinero, de nadie más. Suyo y de los niños. Esperaba que así fuera, al menos. Ojalá hubiera existido un medio de asegurarme de que el hijoputa que vivía con ella no pusiera la mano en una sola naranja, en un trozo de pan comprado con mi dinero. No era posible, claro. Así que no tenía otra opción que mandar el dinero y no preocuparme por el hecho de que aquel tipo pudiera darse un atracón a mi costa.
Mi madre y mi hija y mi ex mujer. He ahí las tres personas en nómina, sin contar a mi hermano. Pero mi hijo también necesitaba dinero. Cuando terminó la escuela secundaria hizo las maletas, dejó la casa de su madre y se fue a una universidad del Este. A un college de New Hampshire, nada menos. ¿Quién ha oído hablar de New Hampshire? Era el primero de la familia —de ambas ramas— al que se le ocurría ser universitario, así que todo el mundo pensó que era una excelente idea. Incluido yo, al principio. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría costándome un ojo de la cara? Para sufragarse los estudios pidió créditos bancarios a diestro y siniestro. No quería trabajar y estudiar al mismo tiempo. Eso fue lo que dijo. Y, claro, lo entiendo. En parte hasta me parece bien. ¿A quién le gusta trabajar? A mí no. Así que luego, cuando agotó su crédito después de pedir en todas partes y de financiarse incluso un año de estudios en Alemania, tuve que empezar a mandarle dinero, y mucho. Al final, cuando le escribí que no podía seguir haciéndolo, me contestó que si tal era mi posición al respecto, lo que haría sería traficar con drogas o atracar un banco, o cual quier otra cosa con la que conseguir dinero para seguir viviendo. Y que me podría considerar afortunado si, no le mataban a tiros o le metían en la cárcel.
Le escribí y le dije que había cambiado de opinión, que le mandaría algo más de dinero. ¿Qué otra cosa podía hacer? No quería que su sangre me salpicara las manos. No quería imaginar a mi hijo en un coche celular, o en algún trance aún peor. Bastantes cosas tenía sobre mi conciencia como para cargar con una más.
Eso hacen cuatro personas. Sin contar a mi hermano, que aún no figuraba entre los fijos. Era para volverse loco. Le daba vueltas al asunto día y noche. No podía dormir. Estaba mandándoles todos los meses casi la totalidad de mi paga. No hace falta ser un genio o saber mucho de economía para comprender que aquello no podía continuar. Tuve que pedir un préstamo al banco para hacer que mis cuentas cuadraran. Ello supuso otro pago mensual.
Así que empecé a reducir gastos. Dejé de comer fuera, por ejemplo. Como vivía solo me gustaba comer fuera, pero tuve que dejar de hacerlo. Me veía obligado a controlar mis salidas al cine. No podía comprarme ropa o arreglarme la dentadura. El coche se caía a pedazos. Necesitaba zapatos…
A veces me sentía harto y les escribía a los cuatro amenazándoles con cambiarme de nombre y dejar mi trabajo. Les decía que estaba planeando marcharme a Australia. Y el caso es que hablaba en serio cuando decía lo de Australia, por mucho que fuera un país del que no supiera ni una palabra. Lo único que sabía de Australia era que estaba en la otra punta del mundo, y era precisamente allí donde yo quería estar.
Pero en el fondo ninguno de ellos creía que me fuera a marchar a Australia. Me tenían, y lo sabían. Sabían que estaba al borde de la desesperación, y lo sentían y me lo hacían saber. Pero confiaban en que las aguas se calmaran antes de primeros de mes, cuando tuviera que sentarme a rellenar sus cheques.
En respuesta a una de mis cartas en la que hablaba de emigrar a Australia, mi madre me escribió diciendo que no quería seguir siendo una carga, y que tan pronto como se le pasara la hinchazón de las piernas iba a ponerse a buscar trabajo. Tenía setenta y cinco años, pero quizá podría volver a trabajar de camarera. Le escribí diciendo que no dijera bobadas. Que me alegraba poder ayudarla. Y era cierto. Me alegraba. Lo que necesitaba era que me tocara la lotería.
Mi hija sabía que lo de Australia no era más que una forma de decir a todo el mundo que estaba harto. Sabía que lo que necesitaba era un respiro, y algo que me levantara el ánimo. Así que me escribió para decirme que iba a buscar a alguien que cuidara de los niños y que se pondría a trabajar en la fábrica de conservas en cuanto empezara la temporada. Era joven y fuerte, decía. Sería capaz de aguantar las jornadas de doce a catorce horas, siete días a la semana. No había problema. Bastaba con decirse a sí misma que podía hacerlo, mentalizarse, y su cuerpo respondería. Claro que tendría que encontrar una niñera adecuada. Y ahí iba a estar el problema. Tendría que ser una niñera muy especial, porque serían muchas horas y los niños estaban insoportables, cosa nada extraña viendo la cantidad de golosinas que devoraban diariamente. Pero qué se iba a hacer, a los niños les encantaban esas porquerías. De todas formas, si seguía buscando acabaría encontrando a la persona adecuada. Pero tendría que comprarse botas y ropa para el trabajo, y en eso es en lo que podría ayudarla yo.
Mi hijo me escribió diciendo que sentía mucho ser una de las causas de mi angustiosa situación económica, y que sería mejor para los dos si acababa con todo de una vez por todas. Por si fuera poco, había descubierto que era alérgico a la cocaína. Cuando la esnifaba le lloraban los ojos y no podía respirar. No podría, pues, probar la mercancía con la que pensaba traficar. Así, su carrera como traficante de drogas se había visto truncada antes de empezar. Un tiro en la sien, eso era lo mejor que podía hacer para acabar con todo de una vez. O quizá ahorcarse. Se ahorraría la molestia de tener que conseguir una pistola. Y nos ahorraría a todos el precio de las balas. Por increíble que parezca, eso me decía en su carta. Adjuntaba una fotografía suya del verano anterior, cuando estudiaba en Alemania. Se le veía de pie bajo un gran árbol con gruesas ramas a unos palmos de la cabeza. Y sonreía.
Mi ex mujer no tenía nada que decir de mi hipotética emigración a Australia. ¿Para qué? Sabía que a primeros de mes recibiría su dinero, aunque tuviera que llegarle de Sydney. Si no le llegaba el cheque en la fecha estipulada, no tenía más que coger el teléfono y llamar a su abogado.
Así estaban las cosas cuando un domingo por la tarde, a principios de mayo, llamó mi hermano. Había abierto las ventanas y una agradable brisa corría por la casa. Tenía puesta la radio. La ladera de la colina, detrás de la casa, ya había verdecido. Pero cuando oí su voz al otro lado de la línea empecé a sudar. No había vuelto a saber de él desde el penoso asunto de los quinientos dólares, y no podía creer que me llamara para intentar otro sablazo. Pero empecé a sudar de todas formas. Me preguntó cómo me iban las cosas, y le solté de inmediato el asunto de la «nómina» y demás. Le hablé de copos de avena, de cocaína, de fábricas de conservas, de suicidios, de atracos a bancos… y de cómo no podía ya ir al cine o comer fuera. Le dije que tenía un agujero en el zapato. Le hablé del dinero que mes tras mes tenía que mandarle a mi ex mujer. Nada era nuevo para él, por supuesto. Conocía perfectamente todo lo que le estaba contando. Me dijo que lo sentía en el alma. Seguí hablando. La conferencia la pagaba él. Pero, cuando le llegó el turno y me puse a escucharle, empecé a pensar: ¿Cómo te las vas a arreglar para pagar esta conferencia, Billy? Y de pronto caí en la cuenta de que era yo quien iba a pagarla. Unos minutos, unos segundos más, y todo se habría consumado.
Miré por la ventana. El cielo estaba azul, salpicado por un puñado de nubes blancas. Sobre el cable del teléfono había unos cuantos pájaros. Me sequé la cara con la manga. No se me ocurría nada que añadir. Así que callé y me quedé mirando las montañas. Fue entonces cuando mi hermano dijo:
—Detesto pedirte esto, pero…
Al oírlo sentí que mi corazón caía en un abismo. Luego le oí formular su petición. Esta vez eran mil dólares. Me hizo saber ciertos detalles. Los acreedores se apiñaban a su puerta: ¡a su puerta! Las ventanas vibraban, la casa se estremecía bajo la violencia de sus puños: pam, pam, pam… No había escapatoria. Iban a tirarle la casa abajo.
—Ayúdame, hermano.
¿De dónde iba yo a sacar mil dólares? Agarré con fuerza el auricular, aparté la mirada de la ventana y dije:
—Pero si ni siquiera me devolviste el dinero que te presté la última vez… ¿Qué me dices de eso?
—¿No? —dijo él, como sorprendido—. Creía que sí. Quise hacerlo, al menos. Lo intenté, bien lo sabe Dios.
—Quedaste en darle ese dinero a mamá —dije—. Pero no lo hiciste. Tuve que seguir mandándole su cheque todos los meses, como siempre. Es el cuento de nunca acabar, Billy. Doy un paso adelante y dos atrás. Me estoy yendo a pique. Os estáis yendo a pique y vais a hundirme con vosotros.
—Le di algo —protestó él—. Le pagué una parte. Que conste. Le devolví parte de la deuda.
—Dijo que le diste cincuenta dólares. Nada más.
—No —dijo—. Le di setenta y cinco. Se ha olvidado de los otros veinticinco. Fui a verla una tarde y le di dos billetes de diez y uno de cinco. Se lo di así, en metálico, y se ha olvidado. Empieza a fallarle la memoria. Mira —dijo—, te prometo que esta vez no te fallaré. Te lo juro por Dios. Calcula lo que te debo y súmalo a lo que te estoy pidiendo, y te mandaré un cheque por el total. Nos cambiamos los cheques. Y tú no cobres el mío en un par de meses. Es todo lo que te pido. Dentro de dos meses habré salido del apuro. Y podrás cobrarlo. El día uno de julio. Te lo prometo. No más tarde. Y esta vez puedo jurártelo. Hemos puesto en venta ese pequeño terreno que Irma Jean heredó hace un tiempo de su tío. Está casi vendido. El trato está cerrado. Sólo es cuestión de resolver un par de detalles y de firmar los papeles. Además, tengo un trabajo apalabrado. Es seguro. Tendré que hacer cuarenta kilómetros de ida y otros cuarenta de vuelta todos los días, pero no hay problemas. Dios mío, claro que no. Haría el triple si fuera necesario, y con gusto. Te digo que en dos meses tendré dinero en mi cuenta. Podrás cobrar el uno de julio. Todo lo que te debo. Cuenta con ello.
—Billy, te quiero —dije—. Pero tengo muchas cargas. Estoy ayudando a mucha gente últimamente, por si no lo sabes.
—Por eso no voy a fallarte —dijo—. Tienes mi palabra de honor. Puedes tener absoluta confianza. Te prometo que podrás cobrar mi cheque dentro de dos meses. No más tarde. Es todo lo que te pido, dos meses. No sé a quién acudir, hermanito. Eres mi última esperanza.
Hice lo que me pedía. Cómo no. Por increíble que parezca, aún tenía cierto crédito en el banco, así que pedí el dinero y se lo envié. Los cheques se cruzaron. Clavé el suyo con una chincheta en la pared de la cocina, junto al calendario y la foto de mi hijo bajo el árbol. Y me puse a esperar.
Seguí esperando. Mi hermano me escribió pidiéndome que no cobrara el cheque en la fecha convenida. «Espera un poco», me dijo. Habían surgido ciertos contratiempos. El trabajo que le habían prometido se había ido al traste en el último minuto. Y eso no era todo. También la venta del pequeño terreno de su mujer se había malogrado. Su mujer, en el último momento, se había echado atrás. El terreno llevaba en manos de la familia varias generaciones, y no tenía corazón para venderlo. ¿Qué podía hacer él? Era propiedad de su mujer, y su mujer no quería entrar en razón.
Hacia esas fechas telefoneó mi hija para decirme que les habían desvalijado la roulotte donde vivían. Se lo habían llevado absolutamente todo. Cuando volvió de su primera noche en la fábrica se encontró con la roulotte vacía. No habían dejado ni una mísera silla donde sentarse. También la cama se había esfumado. Iban a tener que dormir en el suelo, como gitanos.
—¿Dónde estaba el… tipejo ese en el momento del robo? —dije.
Había salido temprano a buscar trabajo, me explicó mi hija. Lo más seguro es que estuviera con los amigos. A ciencia cierta no lo sabía, como tampoco sabía dónde estaba en aquel momento.
—Ojalá en el fondo del río —dijo.
Los niños estaban con la niñera en el momento del robo. Bueno, el caso es que si pudiera prestarle algo de dinero para comprar algunos muebles de segunda mano… Me lo devolvería en seguida, en cuanto cobrara la primera paga. Lo ideal sería que pudiera recibirlo antes del fin de semana —¿un giro telegráfico, quizá?—, porque así podría comprar lo más imprescindible.
—Han profanado mi rincón —dijo—. Me siento como si me hubieran violado.
Mi hijo me escribió desde New Hampshire para decirme que era de vital importancia que volviera a Europa. Que su vida misma dependía de ello. Iba a terminar sus estudios a finales del verano, pero a partir de ese momento no soportaría vivir en los Estados Unidos ni un día más. La nuestra era una sociedad materialista, y estaba sencillamente harto. En nuestro país, decía, no se podía tener ninguna conversación en la que de un modo u otro no saliera a colación el dinero, y se sentía asqueado. El no era un yuppie, y no quería llegar a serlo jamás. No era lo suyo. Y dejaría para siempre de importunarme si le prestaba el dinero suficiente para comprarse un billete para Alemania.
De mi ex mujer no tuve noticias. No tenía por qué. Ambos sabíamos a qué atenernos.
Mi madre me escribió contándome que hacía tiempo que tenía que prescindir de las medias de descanso que tanta falta le hacían, y que no podía ir a la peluquería a teñirse el pelo. Había pensado que ese año podría ahorrar algún dinero para los días difíciles por venir, pero las cosas no salían como esperaba. Veía claro que sus previsiones no iban a cumplirse.
—¿Y tú cómo estás? —me preguntaba luego¿Y los demás? Espero que estéis bien.
Envié más cheques por correo. Luego crucé los dedos y esperé.
Una noche, mientras esperaba, tuve un sueño. Dos sueños, más exactamente. En la misma noche. En el primero mi padre estaba vivo y me llevaba montado sobre los hombros. Yo era un niño muy pequeño, de unos cinco o seis años. Súbete aquí arriba, me dijo. Y, cogiéndome de las manos, me alzó en el aire y me montó sobre sus hombros. Estaba a mucha altura del suelo, pero no tenía miedo. El me sujetaba con fuerza. Los dos nos aferrábamos el uno al otro. Luego echó a andar por la acera. Quité las manos de sus hombros y se las puse alrededor de la frente. No me despeines, dijo. Puedes soltarme. Te tengo bien sujeto. No vas a caerte. Al oírle decir esto, caí en la cuenta de la fuerza con que sus manos asían mis tobillos. Y entonces le solté la frente. Liberé las manos y extendí los brazos a ambos lados. Los mantuve así para mantener el equilibrio. Mi padre siguió andando conmigo sobre los hombros. Yo hacía como si fuera montado en un elefante. No sé adónde íbamos. Quizá a la tienda a comprar algo, o quizá al parque, donde me sentaría en un columpio y se pondría a columpiarme.
Entonces me desperté, me levanté de la cama y fui al baño. Empezaba a amanecer; faltaba sólo una hora para que sonará el despertador. Pensé en hacer café y en vestirme. Pero decidí volver a la cama. No quería dormir. Pensaba quedarme echado un rato, con las manos bajo la nuca, mirando cómo llegaba el alba y quizá pensando un poco en mi padre, en quien no pensaba desde hacía muchos años. Mi padre no ocupaba ya ningún lugar en mi vida, ni en la vigilia ni en el sueño. Bien, el caso es que volví a acostarme. Pero no había pasado ni un minuto cuando volví a dormirme, y al hacerlo me sumergí en otro sueño. En él aparecía mi ex mujer, aunque en el sueño no era mi ex mujer. Seguíamos casados.
También estaban mis hijos. Eran pequeños, y comían una bolsa de patatas fritas. En el sueño, creía oler las patatas fritas y oír el ruido que hacían al quebrarse entre los dientes. Estábamos sobre una manta, y muy cerca había agua. Yo experimentaba una sensación de honda satisfacción y bienestar. Luego, de pronto, me vi en compañía de otra gente —gente que no conocía—, y al instante siguiente lanzaba violentas patadas contra la ventanilla del coche de mi hijo mientras le amenazaba de muerte, como hice en una ocasión, muchos años atrás. El estaba dentro del coche y mi pie destrozaba el cristal. Y entonces abrí los ojos y me desperté. Estaba sonando el despertador. Alargué la mano y paré la alarma y seguí acostado unos minutos más, con el corazon como un caballo desbocado. En el segundo sueño alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de niños. Seguí allí echado unos instantes más, tratando de calmarme. Luego me levanté.
Hice café y me senté a la mesa de la cocina, frente a la ventana. Me puse a describir pequeños círculos sobre la mesa con la taza, y de nuevo pensé seriamente en Australia. Y entonces, repentinamente, imaginé lo que habría sentido mi familia cuando les amenacé con irme a vivir a Australia. Al principio debieron de quedarse mudos de asombro, y quizá un poco asustados. Pero luego —me conocían bien— probablemente se echaron a reír a carcajadas. Al pensar en ello, al imaginar su risa, no pude reprimir la mía. Ja, ¡a, ¡a. Tal era el sonido de mi risa allí en la mesa de la cocina: ¡a, ¡a, ¡a. Como si hubiera leído en alguna parte cómo reír.
¿Qué diablos pensaba yo hacer en Australia? Tenía tantas ganas de ir a Australia como de ir a Tombuctú o a la Luna o al polo Norte. ¿Australia? No, santo cielo, no tenía el menor deseo de ir a Australia. Pero en cuanto lo comprendí, en cuanto comprendí que no iría a Australia —ni a ninguna otra parte—, empecé a sentirme mejor. Encendí otro cigarrillo y me serví más café. No había leche, pero me tenía sin cuidado. Podía pasar sin leche un día, no iba a morirme por eso. Al cabo de un rato metí en la fiambrera el almuerzo y el termo recién lleno. Y salí de casa.
Era una mañana espléndida. El sol descansaba sobre las montañas, al otro lado de la ciudad, y una bandada de pájaros se desplazaba a través del valle. No me molesté en cerrar la puerta con llave. Recordaba lo que le había sucedido a mi hija, pero decidí que era igual, que de todas formas no tenía nada que mereciera la pena robarse. En casa no había nada de lo que no pudiera prescindir. Tenía un televisor, sí, pero estaba harto de ver la televisión y me harían un favor si entraban y se lo llevaban.
Me sentía bien, después de todo, y decidí ir andando al trabajo. No estaba muy lejos, y había salido muy temprano. Ahorraría un poco de gasolina, claro, pero no era ésa la razón más importante. Era verano, una estación efímera que pasa en un abrir y cerrar de ojos. El verano —no pude evitar recordarlo— era la época en la que todos creían que iba a cambiar su suerte.
Eché a andar por el borde de la carretera, y en un momento dado —no sabría decir por qué— empecé a pensar en mi hijo. Le deseé suerte, dondequiera que estuviese. Si había vuelto a Alemania para entonces —lo normal era que así fuera—, esperaba que se sintiera feliz. Aún no me había escrito para darme su dirección, pero no había duda de que tendría noticias suyas muy pronto. Y mi hija… Que Dios la bendijera y protegiera. Confiaba en que le fueran bien las cosas. Decidí escribirle aquella misma noche para hacerle llegar todo mi aliento. Mi madre, por su parte, seguía con vida y gozaba de una salud bastante buena. Me sentí afortunado también en esto: si no surgía ningún contratiempo, viviría aún unos cuantos años.
Los pájaros cantaban; de cuando en cuando pasaban coches por la carretera. Buena suerte también a ti, hermano mío —pensé—. Espero que consigas esa seguridad económica que tanto ansías. Págame cuando la tengas. Y mi ex mujer, la mujer a quien en un tiempo amé tanto… Estaba viva, y estaba bien (que yo supiera, al menos). Le deseé felicidad. Pensé que, a fin de cuentas, todo podía ir mucho peor. En aquel momento, por supuesto, las cosas estaban mal para todos. La suerte nos había dado la espalda, eso era todo. Pero las cosas iban a cambiar pronto. Las cosas empezarían a arreglarse quizá en otofío. Había muchos motivos de esperanza.
Seguí andando. Luego me puse a silbar. Me sentía con derecho a hacerlo si tenía ganas. Empecé a mover los brazos al andar, pero la fiambrera no me permitía marchar de forma equilibrada. Dentro llevaba bocadillos, una manzana y galletas. Además del termo, claro. Me detuve frente a Smitty’s, un viejo café con grava en el aparcamiento y tablas sobre las ventanas. Un local clausurado desde que yo lo recordaba. Decidí dejar la fiambrera en el suelo unos instantes. Así lo hice, y luego levanté los brazos, levanté los brazos a ambos lados hasta la altura de los hombros. Seguía así, como un pobre chiflado, cuando alguien tocó el claxon y entró con el coche en el aparcamiento. Cogí la fiambrera del suelo y me acerqué al coche. Era George, un tipo al que conocía del trabajo. Se echó hacia un lado y me abrió la puerta del asiento delantero.
—Venga, sube, muchacho —dijo.
—Hola, George —saludé.
Subí y cerré la puerta. El coche aceleró al instante, e hizo que la grava saltara bajo sus ruedas.
—Te he visto —dijo George—. Sí, te he visto. Te estás entrenando para algo, no sé para qué. —Me miró y volvió a mirar la carretera. Conducía muy de prisa—. ¿Siempre vas con los brazos así por la carretera? —preguntó, y se echó a reír: ¡a, ¡a, ¡a.
Luego pisó el acelerador.
—A veces —dije—. Bueno, depende. En realidad estaba quieto.
Encendí un cigarrillo. Me eché hacia atrás en el asiento.
—¿Qué cuentas? —dijo George.
Se puso un puro en la boca, pero no lo encendió.
—Poca cosa —dije—. ¿Y tú qué cuentas?
George se encogió de hombros. Luego sonrió.
Ahora íbamos a gran velocidad. El viento azotaba el coche y silbaba en las ventanillas. George conducía como si fuera a llegar tarde al trabajo. Pero era temprano. Teníamos mucho tiempo, y se lo dije.
Pero él seguía pisando el acelerador. En lugar de tomar el desvío, seguimos carretera adelante en dirección a las montañas. George se quitó el puro de la boca y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—He pedido un préstamo y he rectificado el motor de este cacharro —dijo.
Luego dijo que quería que viera algo. Pisó a fondo el acelerador. Me até el cinturón de seguridad y apreté los dientes.
—Písale fuerte —dije—. ¿A qué esperas, George?
Y fue entonces cuando volamos de verdad. El viento aullaba en las ventanillas. George llevaba el pie metido hasta el piso, y avanzábamos a todo gas. A velocidad de vértigo por la carretera en aquel enorme coche de motor rectificado aún por pagar.




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