Esculturas De Vidrio





Robert Micklesen es uno de los artistas de renombre que trabajan vidrio en el mundo. Sus creaciones son reverenciadas como revolucionarias en el mundo del arte del vidrio, ya que fue una figura esencial en despertar conciencia con respecto al trabajo Lampworking como una forma de arte.




La obra de Robert está fuertemente centrado en la forma, superficie, color y textura. Crea esculturas de vidrio de gran detalle, que rinden homenaje a las formas tradicionales, vidrio utilitario.




Algunas de sus obras incluye motivos literales que se encuentran en la naturaleza, como humanos, animales y formas vegetales. Estos motivos figurativos se yuxtaponen con formas abstractas creando esculturas fantásticas y misteriosas.








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El recuerdo que deja un libro





Gustavo Adolfo Bécquer, fue un poeta y narrador español,
(1836 - 1870 España)


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Dividir el gadget de las etiquetas en dos columnas


Para dividir el gadget de las etiquetas de nuestro blog de Blogger en dos columnas.

Lo primero que debemos hacer es ir a :
  • Plantilla, 
  • Personalizar y llegaremos hasta el
  • diseñador de Plantillas, una vez allí nos vamos abajo del todo en donde dice 
  • Avanzado, abajo del todo encontrarán una opción que dice 
  • añadir CSS, en ese recuadro van a añadir el siguiente código CSS:

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Si lo que quieren es dividir las etiquetas del blog en tres columnas.


#Label1 ul li{
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Pueden añadir otros efectos combinados como:



/*---Etiquetas en dos columnas-------*/
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}
#Label1 a {
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display: block; /*creamos el bloque*/
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}


Así le abran dado algo de estilo al gadget de etiquetas del blog en Blogger.



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Laura Pausini - Amores Extraños








Letra:

Ya sabía que no llegaría
Ya sabía que era una mentira
Cuanto tiempo que por él perdí
Que promesa rota sin cumplir
Son amores problemáticos
Como tú, como yo

Es la espera en un teléfono
La aventura de lo ilógico
La locura de lo mágico
Un veneno sin antídoto
La amargura de lo efímero
Porque él se marchó

Amores, tan extraños que te hacen cínica
Te hacen sonreír entre lágrimas
Cuántas páginas hipotéticas
Para no escribir las auténticas
Son amores que sólo a nuestra edad
Se confunden en nuestros espíritus
Te interrogan y nunca te dejan ver
Si serán amor o placer

Y cuántas noches lloraré por él
Cuántas veces volveré a leer
Aquellas cartas que yo recibía
Cuando mis penas eran alegrías
Son amores esporádicos
Pero en ti quedarán

Amores, tan extraños que vienen y se van
Que en tu corazón sobrevivirán
Son historias que siempre contarás
Sin saber si son de verdad

Son amores frágiles
Prisioneros, cómplices
Son amores problemáticos
Como tú, como yo
Son amores, frágiles
Prisioneros, cómplices
Tan extraños que viven negándose
Escondiéndose de los dos

Ya sabia que no llegaría
Esta vez me lo prometeré
Tengo ganas de un amor sincero
Ya sin él...



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Miguel Bosé - Encanto









Letra:

Si le ofende
El amor va y se defiende
Y pone el mundo a sus pies
Como la lava; lo arrasa, todo apaga
Por donde vino, se fue

El amor corre la sangre y te recorre
Y te abandona al dolor
Revive sombras y nada a él sobrevive
No deja rastro ni olor

El amor teje sus hilos con el hambre
Que brillan como la miel
Tiene el alambre y veneno de su baba
Dejas el alma y la piel

Roba en silencio los corazones
Te quita el sueño y soñar no impide
Y hace tuuuyo ese vértigo lento
Golpea fuerte hasta no sentirle
Inolvidable hasta no sufrirle
Y haces tuuuyo ese íntimo encanto
Ese íntimo encanto

El amor vive escondido en la memoria
Donde el amor no es piedad
Por cuanto mata el amor
Después decide
Cuanto te quita o te da

[ De: http://www.dicelacancion.com/letra-encanto-miguel-bose ]
Y ha visto cuanta estrella
Cuantas cosas se hacen bellas
Cuantas, y el amor va y se va...

Roba en silencio los corazones
Te quita el sueño y soñar no impide
Y hace tuuuyo ese vértigo lento
Golpea fuerte hasta no sentirle
Inolvidable hasta no sufrirle
Y haces tuuuyo ese íntimo encanto
Ese íntimo encanto

Y ha visto cuanta estrella
Cuantas cosas se hacen bellas
Cuantas, y el amor va y se va...

Golpea fuerte hasta no sentirle
Inolvidable hasta no sufrirle
Y haces tuuuyo ese íntimo encanto

Roba en silencio los corazones
Te quita el sueño y soñar no impide
Y hace tuuuyo ese vértigo lento
Golpea fuerte hasta no sentirle

Y ha visto cuanta estrella
Cuantas cosas se hacen bellas
Cuantas, y el amor va y se va...

Y haces tuuuyo ese íntimo encanto
Ese íntimo encanto




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Pablo Alborán - La escalera










Letra:

La conoció en la escalera
De un bar de carretera
Andaba sola y perdida
Con ganas de hablar con cualquiera
Era de noche y a oscuras
Rozó su tímida cintura
Sintieron todas las ganas de perder
La cabeza en la luna

Loca
Deja que te coma la boca
Deja que pasen hoy las horas
Perdiéndote en su risa floja
De tanto amor que se derrocha
Sus manos y su lengua rota
Tan frágiles se le deshoja
Se deshicieron de las sombras

Dale todo lo que tengas
Dentro de tu corazón tan triste
Quiere ser tu luz del día
Y tu descontrol en la noche mas fría

Y te diría mi amor... quédate conmigo

La noche que se quisieron
Duró hasta que pudieron
Se arrancaron la piel
Perdiendo el norte en sus besos

Bajo de la escalera
Esa que fue testigo
De un túpido cuento
De sexo, calor y delirio

Loca
Deja que te coma la boca
Deja que pasen hoy las horas
Perdiéndote en su risa floja
De tanto amor que se derrocha
Sus manos y su lengua rota
Tan frágiles se le deshoja
Se deshicieron de las sombras

Dale todo lo que tengas
Dentro de tu corazón tan triste
Quiere ser tu luz del día
Y tu descontrol en la noche mas fría
Y te diría mi amor... quédate conmigo.

Tan misterioso como era
El paradero de su cartera
No te bastó su ser
Ni sus caricias más sinceras
No te bastó con ser
Por una noche su princesa

Dale todo lo que tengas
Dentro de tu corazón tan triste
Quiere ser tu luz del día
Y tu descontrol en la noche mas fría
Y te diría mi amor... quédate conmigo.



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"El Barril de Amontillado" de Edgar Allan Poe




Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de estos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido. El me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Éste —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediéndo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado.
In pace requiescat!



Edgar Allan Poe ( Estados Unidos, 1809 – 1849)



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"Tocayos" de José Donoso




Ese invierno Juan Acevedo no andaba con dinero en el bolsillo, porque no tenía trabajo. Pero no se amargaba, ya que existía la posibilidad de un puesto como mecánico, con lo que pensaba mantenerse los meses que le faltaban para entrar a hacer la guardia. Además, todos lo querían. Era bajo y enjuto y moreno, con el cabello negro engominado muy alto sobre la frente, y se cuidaba de estar siempre lo más aseado posible. Con frecuencia se dejaba caer al negocio del señor Hernández, y éste le convidaba un par de cervezas, mientras jugaban dominó. Juan se iba pronto, porque era serio y no le gustaba aprovecharse de la gente para pasarlo bien.

El negocio del señor Hernández era una pastelería en una calle de bastante movimiento cerca de la Estación. Un cuarto pequeño pintado de celeste, un mesón y cuatro mesas con sus sillas también celestes. Los pasteles se ponían agrios bajo un fanal, ya que la gente parecía ser poco aficionada a los dulces. Detrás del mesón, en una pieza minúscula oculta por una cortina de percal, había un lavaplatos junto a la taza del excusado. Juana preparaba los sandwiches de lomito con ají en el aparato humeante junto al estante de las bebidas. El problema era la luz. El patrón estaba ahorrando con el fin de comprar una casa para su madre, y por el momento no podía financiar una instalación de luz fluorescente como en los negocios más grandes de la misma calle.
-Me haría rico si instalara de esa luz fluorescente aquí. Me llenaría de gente -confiaba el patrón a Juan Acevedo.
-Claro. ¿Y por qué no la pone con lo que tiene guardado? Se hincharía de plata, y después le compraba la casa a su mamá chipiaíto.
-No, hombre, no me conviene. La plata para el pie se me va a ir entre los dedos si empiezo a hacer gastos. Primero compro la casita, y después junto para la luz.
El señor Hernández estaba acostumbrado a ver llegar a Juan Acevedo más o menos una vez por semana, cerca de la hora de cerrar. Le gustaba la cabeza bien asentada del muchacho, y esa tranquilidad suya en que siempre rondaba la risa. Juana también se había acostumbrado a verlo llegar. En cuanto lo divisaba atisbando tras el vaho de su respiración en la vidriera, sacaba el dominó porque era seguro que se quedaría jugando con el patrón hasta pasada la hora de cerrar. Cuando el muchacho llegaba, el señor Hernández a menudo permitía que Juana se fuera más temprano, y ella a veces se iba, pero otras veces se quedaba lavando platos y vasos sólo por el gusto de oír hablar a Juan Acevedo.
Juana era diminuta y blanda y tibia. No tenía más de diecisiete años. Estaba contenta con el empleo que su madrina le consiguiera al ir a vivir a su casa, cuando su madre se juntó con ese borracho inservible. El patrón era delicado con ella, y la pastelería quedaba cerca, de modo que no se exponía tanto a la falta de respeto de los hombres que en la noche le silbaban desde las esquinas. Además, en el negocio se hablaba de tantas cosas interesantes. Pero más que todo le gustaba escuchar a Juan Acevedo. Tenía una manera distinta de hablar. Una vez trató de explicárselo a Rosa, la hija de su madrina, y ella opinó que era argentino. Juana se rió porque le parecía imposible. Sólo se convenció cuando fue a ver una película argentina, y extrañada se lo preguntó a Juan apenas pudo.
-No -respondió el muchacho-. Pero mi ambición más grande es conocer Buenos Aires. ¿No le gustaría ir, tocaya?
Juana no supo qué contestar, no lo había pensado.
Por otra parte, el hecho que la llamara tocaya la hizo sentirse rara, como si la palabra fuera tibia y deliciosa y se hubiera instalado bajo su melena, en la nuca. Después aguardó a que Juan la volviera a llamar tocaya, pero transcurrieron dos semanas sin que apareciera por la pastelería.
Confió su impaciencia a Rosa, quien diagnosticó que estaba enamorada. Fue un descubrimiento maravilloso, porque era su primer amor, igual que en las películas. A menudo Rosa le relataba sus experiencias amorosas y Juana sentía gran envidia, deseando que llegara el día en que pudiera decirle no solamente que estaba enamorada, sino que tenía un "firmeza". Comprendía la seriedad de la diferencia. Y no dejó de ser humillante que Rosa definiera sus sentimientos antes que ella supiera qué nombre darles. Pero no era raro, ya que Rosa tenía tres años más que ella y era rubia.
Cuando Juan Acevedo regresó después de esas dos semanas, no la llamó tocaya en todo el tiempo que permaneció en el negocio. En realidad casi no le dirigió la palabra, aunque la trataba con la amabilidad de siempre. Juana, entretanto, observaba las grandes manos morenas del muchacho revolviendo las cartas del dominó en la mesa. Imaginó esas manos sobre su cuerpo redondo y liso, o tocando sus manos frías. Tuvo miedo, pero no pudo dejar de imaginarlas. El patrón se vio obligado a pedirle cerveza dos veces antes que Juana lo oyera. Al poner una botella ante Juan, él le agarró el muslo por debajo de la mesa. Juana tembló. No sabía si era realidad o si sucedía en su imaginación.
El patrón le dio permiso para irse. Esta vez Juana no se quedó. Se puso el abrigo y se fue a su casa. Tenía un calor especial, movedizo e insistente, que se localizaba de pronto en los sitios más insospechados de su persona.
Esa semana apenas logró dormir. Aunque no pensaba mucho en Juan, de pronto se le ocurría que andaba cerca, en la esquina, por ejemplo, o debajo de su cama, y que la iba a tocar. Cuando el muchacho por fin volvió al negocio, traía las manos manchadas con grasa y una sonrisa inmensa en la boca. Exclamó:
-¡Sírvame un sandwich de lomito en marraqueta! ¡Y póngame media docena de maltas en la mesa! ¡Señor Hernández, esta vez convido yo!
Estaba contento porque al fin le habían dado el trabajo en el garaje. Conversó con los hombres de la mesa del lado y les pagó una corrida de maltas. Reía con seguridad, y jamás brilló de tal modo la pifia de oro en sus dientes, bajo el bozo que, aunque joven, ya recortaba.
Cuando Juana estaba lavando unos vasos en el pequeño cuarto adyacente, las cortinillas se alzaron y entró Juan.
-Permiso, usted sabe que la cerveza... -dijo.
-Pase no más, yo ya me iba -respondió ella.
Pero no se movió. En el lavaplatos el chorro caía con fuerza sobre los vasos. Más allá de la cortinilla se oían voces, y el ruido del dominó en la mesa. La pieza era estrecha y oscura. Acevedo tomó a Juana por la cintura, apretándola. En la calle una bocina atravesó la noche, y la muchacha, aterrada, luchó por desprenderse. Pero sólo un segundo. Después, viendo que un hilillo de luz partía el rostro de Juan como una herida, acarició esa herida. Él con su mano grande y caliente y engrasada, hurgó en el escote de Juana. Ella lo sintió duro y peligroso apretado contra su cuerpo, y tuvo miedo otra vez.
-No, no, por favor...
-Ya, pues, Juana, no sea tonta.
No le dijo tocaya. Se desprendió con violencia y volvió al mesón. Desde allí escuchó cómo Juan orinaba.
Estaba furiosa cuando regresó a su casa. Furiosa, pero con ganas de reírse sola y de tocar cosas. Esa noche, dentro del lecho, palpó las desnudeces de su cuerpo, pero sus manos no eran como las manos ásperas y calientes del muchacho. Tardó mucho en dormirse.
Después de eso, Acevedo iba menos al negocio. El patrón, que era sentimental como buen soltero y gordo, dijo que ahora que estaba ganando y pagaba su consumo, prefería ir a negocios más alegres y concurridos.
Pero, aunque no iba tanto como antes al negocio del señor Hernández, de todas maneras iba. Se dejaba caer a eso de las once, cuando quedaba poca gente y la noche reposaba lisa y fría en torno a los faroles de la calle. Llegaba, bebía una malta o comía un sandwich, conversaba un rato con el patrón, y después partía. Casi no miraba a Juana. Pero ella no dejaba de observarlo: había comprado un traje café de segunda mano. La chaqueta le quedaba bien, pero los pantalones le quedaban anchos, de modo que el cinturón los abultaba en la cintura. Sin embargo, no se veía mal, sobre todo cuando llegaba con la bufanda azulina enrollada al cuello.
Una noche llegó más contento que nunca, diciendo que dentro de dos días debía partir a Los Andes para hacer la guardia. Hernández le deseó felicidad y Juana le sonrió desde el mesón. Pero después la muchacha entró al cuarto del servicio para llorar un ratito.
Cuando Juana caminaba a su casa esa noche, Acevedo le salió al encuentro en una esquina. Ella apresuró el paso, cubriéndose la cabeza con un diario para protegerse de la llovizna. La abordó diciéndole:
-No se apure tanto. ¿ Pa qué me tiene miedo?
Juana caminó más despacio, sin responder. Siguieron en silencio unos pasos. Más allá, tomándola por la cintura, la condujo a una calle sin luz.
-Venga -dijo, y la llevó al umbral de una casa-. Quería despedirme de usted.
La abrazó, besándola en la boca. Ella se dejó, sintiendo toda la fuerza del muchacho tensa contra su cuerpo. Pero no se movió porque no hubiera sabido qué hacer. Tenía miedo. Tiritaba de frío cuando Juan le abrió la blusa. En la puerta, se asomó un perro meneando la cola, y después se fue. Pero si no pasaba aquello que desconocía haciéndola temblar, moriría de desesperación. No las quería, y, sin embargo, no hubiera soportado que se fueran esas manos ávidas y mojadas de lluvia que acariciaban la piel tibia de sus senos, sus pezones diminutos que iban a estallar. Afuera pasó un auto, el muchacho se detuvo mientras la luz desaparecía, y luego continuó. Cuando supo que el momento estaba próximo, Juana comenzó a quejarse diciendo:
-No, no, por favor, no sea malo, déjeme...
Pero lo acarició mientras él indagaba sobre el calor de su vientre y de sus piernas. Repentinamente, el dolor fue feroz, pero se dejó porque si luchaba sería peor. Sería peor y no lo tendría a él. Además, la tenía cargada contra la manilla de la puerta. Juan resoplaba y resoplaba, pero no le decía tocaya. Después se desmoronó sobre el cuerpo de su compañera, que lloriqueaba por sentirse dolorida y húmeda. Entre sus sensaciones buscaba a cuál llamar placer. La cara de Juan había caído sobre el cuello de la muchacha y ella le acarició la nuca. Cuando sintió junto a su oreja el pestañear de Juan, que así respondía a su caricia, Juana murmuró:
-Tocayo...
Él rió, y su risa fue un resoplido tibio en el cuello de Juana.
-Tocaya... -respondió.
Y se quedaron inmóviles un rato, ambos cansados y doloridos e incómodos.
Luego Juan Acevedo acompañó a su amiga hasta la casa en la cuadra siguiente. Ella le preguntó cuánto tiempo estaría en Los Andes y él le dijo que por lo menos un año. Estaba contento, Juana se alegró con él. En la puerta de la casa le deseó buena suerte y se dieron la mano al despedirse, La mano de Juan estaba tibia porque la traía en el bolsillo del pantalón. La de ella era muy chica y fría y blanda.
Al acostarse Juana sintió un dolor terrible. Pero como estaba fatigada se quedó dormida rápidamente, pensando en la cara que pondría Rosa al día siguiente cuando le contara que por fin tenía un "firmeza".


José Donoso (Chile,1924 -1996)


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"A la deriva" de Horacio Quiroga





El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.



 Horacio Quiroga (Uruguay, 1878 -Argentina, 1937)



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"La leche de la muerte" de Marguerite Yourcenar



La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados se mecían con el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como sólo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se metió a una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un velador de zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía una enorme naranja flotando en el mar.

—Cuéntame otra historia, viejo amigo, dijo Philip desplomándose pesadamente en una silla. Necesito un whisky y un buen relato frente al mar... La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra. Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa... ¿Qué hiciste ayer en Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué turbinas?

—Nada, dijo el ingeniero. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas viejas servias narrarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de sus granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria sólo vive en los cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama una buena madre?

—Qué pregunta, dijo negligentemente el joven inglés. Mi madre es bella, delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor.

—Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos con que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas contra la desdicha y la vejez. Sólo en las leyendas de los países semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que se hacen pasar por ser la realidad.

“Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un reyezuelo de por aquí…

“Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de cemento entre las piedras. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros no reconocen a este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba si no se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada carga de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su alma, y aquél cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un desdichado herido por una pena de amor.

“En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por atrás y lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada, como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:

“—Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los cimientos de la torre a aquélla de nuestras mujeres que nos venga a traer de comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.

“Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores, que renunciaban a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche.

“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en plena cara y gritó:

“Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla, morirás.

“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente.

“El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su señor. De pronto escuchó a su marido mascullar jalando hacia sí el cobertor:

“—Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre…

“Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar. Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para intentar consolarlas.

“Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor:

“—Hermana, dijo, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y mi canasto está repleto.

“Hermana, querida hermana, dijo la mujer del hermano mayor, de todo corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se deslizó esta noche en uno de mis dientes... Ay, ay, ay, no soy buena más que para gritar de dolor...

“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer delmenor:

“—Mujer de nuestro hermano menor, dijo, querida mujer del más chico, ve allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre.

“Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de sus dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo.

“Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer su cesto, y la comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos hacia el cielo:

“—Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo el espesor de la piedra.

“Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido, tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas se dejó conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba sobre la piedra:

“¡Ay! mis pequeños pies, dijo ella, ya no me llevarán hasta la cima de la colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la frescura del agua corriente: sólo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la Resurrección.

“Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María parada detrás de su altar.

“—Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final.

“El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante al gesto de dos manos tendidas.

“—Cuñados, dijo ella, en consideración no mía sino de su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho, hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada, y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a encontrar frente a Dios.

“Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:

“—Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo.

“Hicieron como ella había dicho, y dejaron una hendidura horizontal a la altura de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la tierna melopea se escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba, porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua y a través de la hendidura sólo se veían dos pupilas vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí mismo el pecho.

“Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y sólo quedó en el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos quemados y las grietas marcadas por la leche maravillosa, luego, incluso la torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este calor infernal, que repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.”

En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se inclinó con el insolente servilismo propio de las razas miserables o imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un dinar.

“—¿Qué te pasa, viejo soñador? dijo impaciente. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.

—Conozco a esa mujer, respondió Jules Boutrin. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres.

Marguerite Yourcenar (Bélgica, 1903 - Estados Unidos, 1987)


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